La vida va a toda marcha y – en ocasiones – no sacamos tiempo para detenernos. Nos absorbe el día a día y nuestra mente, en su máxima revolución, nos hace perdernos los detalles que existen a nuestro alrededor; y al final, acabamos actuando de manera repetitiva y automática, con la mente llena, sin descansar; hasta que se carga tanto que… “¡boom!”

Sin darnos cuenta, se van perdiendo la energía y la pasión. Entras en una profunda monotonía y crees que el resto del mundo debe pagar por eso. Te sientes disgustado con la vida y no sabes por qué.

Eso lo viví hace algunos años y – aunque lograba muchos de los objetivos que me proponía conseguir – cuando los alcanzaba sentía que no estaba completa, que había una conexión que faltaba encajar. Me mantenía en el afán de lograr otras metas para, supuestamente, sentir “tranquilidad”; sin embargo, cada vez que las alcanzaba, aparecía una nueva. Era un nunca acabar.

Un día, agotada y llena de reflexiones, concluí que quería un cambio y rogué a Dios por encontrar un camino de serenidad; sin embargo, mi mente seguía desafiando mi posición, tratando de dejarme en el estado que estaba y regresaba a lo mismo. Me resistía y volvía a soñar con una vida diferente.

Este estado se hizo cada vez más frecuente y casi perdí por completo el interés en lo que llamaba mi “normalidad de vida”. Fue entonces cuando decidí frenar un poco mi mente estructurada y llenarme de información positiva. Darle paso al disfrute de cosas sencillas y pequeñas, como el aroma de un buen café o el escuchar el sonido de los pájaros. Esto, paulatinamente, me permitió tomar consciencia e ir logrando el dominio de mis pensamientos y emociones.